El autor siendo actor, dramaturgo y músico, no se siente, no se cree poeta. Y él mismo editó en pulcra edición artesanal este libro, como resignándose a que a falta de ser poeta, bueno resultaba ser editor de poesía. Algo era.
Sin embargo, el conocido actor de La Candelaria y de la Corporación Colombiana de Teatro ya tiene por qué creérselas. Irrumpió en el mundo poético con unos versos morosamente elaborados a lo largo de muchos años, en una labor intimista exigencia de su profunda sensibilidad sintonizada con el mundo que ha visto, sufrido y leído. Pero sin la pretensión de que por ello perteneciera al mundo de los poetas. Y esa selección que denominó La Llama Inclinada, obtuvo el Premio de Poesía Inédita 2012 de la Tertulia Literaria Gloria Luz Gutiérrez de Bogotá. Aunque aparte premios, reconocimientos y antologías, es bueno recordar que es la virtud solitaria de la obra desnuda, la que habla por un poeta. Y ésta, ya autoriza con creces a que sin pudores, Carlos se llame y se deje llamar así.
La Llama Inclinada, singular título tal vez alusiones al río de la vida y de la historia que como un viento sutil inclina esa llama que somos, comprende 52 poemas. Y cómo se nota que son obra del mismo autor, tal la identidad de sensibilidad y de lenguaje que los cobija. Es una sola voz que con un hermoso dejo de melancolía canta a muchas cosas que fueron -etnias, culturas, paisajes-, y ya dolorosamente no son, pero que el poeta reivindica repatriándolas de ese su Valle de los Muertos donde residen, transportadas por un Río de Tumbas. Se habría complacido Rulfo leyendo este poemario cuya voz en tantos pasajes lo recuerda, sin dejar de ser muy propia.
Y es que ¿cómo no ese dejo, cómo no esa melancolía y ese ansiar revivir de cosas muertas si estamos hablando de naciones exterminadas, prícinpes esclavizados galeotes en sórdidas barcazas, héroes derrotados, paisajes que ya no hablan el lenguaje bucólico de entonces? Con un agravante todo ello, y es el que cuenta: esos motivos son todos nuestros, el poeta los hace suyos; sello de identidad de una poesía universal que gira alrededor del mundo y del hombre, pero contando con que estos somos nosotros. Lo de menos, que ese hombre y ese canto, esos oprobios y ese paisaje, sean africanos, hindúes o daneses. Carlos el poeta tiene su mismo gentilicio, es hijo de sus mismos padres o padre de sus mismos hijos, así, como sospecho, haya nacido en Buga o en Palmira.
No sólo sagas, injurias y paisajes. Bien sabe el autor que la poesía que está en todo está en ella misma y es simiente de ella. Por eso, también en su honor, construye bellamente la suya. O si no ¿qué tal esta recreación de Sharahazad?
La contadora sabe detener su voz al azul reproche del alba, al iniciar el nuevo cuento.
La mano que tiembla en el alfanje quiere oír lo que vendrá.
Y qué decir de la tragedia de Shakespeare a propósito de Macbeth?
Agua, si limpias el polvo del aire con tu lluvia.
Si sacias la sed del hombre fatigado por el sol.
………..
¿por qué rehúsas lavar la sangre de mis manos?
¿Alegato de la poesía contra el crimen podría ser? ¡Claro que sí! Y con él, contra la muerte y el olvido sus eternos motivos, sin que solos basten para lograr el cometido. Es precisa la magia ínsita en el hecho poético, dando por descontado en este caso además, la formación del autor y su cercanía con la cultura universal, que le permiten enriquecerlo con las proezas y gentes de que da noticia la Historia. Desde Benito Juárez hasta los jardines de La Alhambra con parada intermedia en Johann Sebastián de quien dice bastante en un poema de un solo verso:
Un canto asciende de los cielos de dios.
Milpas, pectorales de oro, espejos de obsidiana, ámbares y anises, dantas y graznares, tilos, cuervos y renos, totumas, maracas, iracas, bogas, pilanderas y hasta zaguanes, hermosas y vetustas palabras pasadas de moda, que en un ejercicio de la memoria ancestral a la que celebran, salpican aquí y allá La Llama Inclinada recordándonos que eso somos, de ahí venimos. De la arcilla y de la chicha, de “la memoriosa marea de la sangre”. Palabras medidas, generosas pero justas, sucediendo con ellas al igual que con esos versos largos y sazonados, que parecieran pertenecer al universo de una conversación coloquial, o de una cavilación del rapsoda. Razón de más para que Carlos no se lo creyera. Porque como en mucha de la gran poesía desde Virgilio y Homero, hay un sortilegio que vela su misterio infuso haciéndola parecer éso, suceso que se narra o sentimiento que se expresa como para sí, sin que asome inoportuno artificio, el esfuerzo de querer elaborar un poema.
En los mezquinos tiempos que vivimos, cuando los pueblos de los otrora poderosos imperios miran a los territorios conquistados con ojos de esperanza, porque esos poderes no se resignan al mentís de da la historia y ahora quieren revalidar sus galones de despojo en la mesa hasta hace poco bien servida de su propios hijos, La llama inclinada como cualquier piedracelista –y no se enoje el poeta-, se remonta a las encumbradas alturas donde pareciera sólo moran los dioses, para desde allí mejor mirar la realidad descalza. Y esta notifica que en las metrópolis, más que en la penumbra de las selvas profundas y los ignorados caseríos de las orillas de portentosos ríos, el hombre está solo, con soledad vital y desamparado, mientras la vida, la de los mares, páramos y serranías haya sido convertida por los nuevos conquistadores en moneda de cambio, y la humanidad en despreciable cifra fungible en un mercado donde no hay lugar para los sueños compartidos ni para los prodigios que nos depararía el rescate de los arcones con la memoria hazañosa de nuestros antepasados.
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