“Hay que aprender a resistir. Ni a irse ni a quedarse, a resistir, aunque es seguro que habrá más penas y olvido.” Juan Gelman.
“México arde de furia por los 43 estudiantes desaparecidos”, rezaba el magnífico titular del diario El Comercio de Lima de este lunes 13 de octubre de 2014 enmarcando una gran fotografía del palacio de gobierno del estado de Guerrero en llamas. Espléndidas llamas es la verdad.
Eran humildes, pobres, y para peor de males, campesinos e indígenas. Y serían tan buenos los muchachos, que estudiaban en una Normal de la lejana Iguala soñando ser un día profesores de niños. Toda una insensatez, una anomalía en estos tiempos de furia neoliberal donde los maestros al igual que los médicos y los artistas populares devinieron actores de profesiones no funcionales a un modelo cuyo centro jamás será el ser humano, correspondiéndoles en consecuencia ser devaluadas. Lo primero, degradando sus condiciones de vida, aunque hay formas menos asépticas, como en Colombia donde los maestros asesinados se cuentan por cientos. Algunos frente al pizarrón, delante de los horrorizados niños que no se resignan a ver a su maestro en un charco de sangre.
Y no decimos por qué hablamos en tiempo pasado al mencionar a los 43 de la Normal de Ayotzinapa. Ya son demasiado dolorosas las letras de este reclamo para entrar detallar el triste material del que están hechas. Lo cierto es que los 43 de Iguala muestran sin discusión que en este triste México –grandezas idas de Teotihuacán y de Tenochtitlán-, Peña Nieto es Díaz Ordaz; 2014 es 1968, Ayotzinapa es Tlatelolco, las masacres de entonces son las de hoy, y el PRI es el PRI. El tiempo girando en redondo para reeditar, mejor aspectadas si fuere posible, las miserias de un sistema. Casi incurrimos en el lapsus de decir “de un pasado”. No. El pasado de México es glorioso.
Toda la demagogia y la mentira oficial que se vierta sobre esas llamas, no las espléndidas que iluminaron ¡por fin! el palacio de gobierno de Guerrero, sino las sórdidas que alimentadas de querosene oscurecieron más la fosa donde fueron arrojados nuestros muchachos, no alcanzará a encubrir que este crimen fue como el que más, oficial. Primero, porque como rutinario era previsible y fue aprobado; luego una vez conocido, fueros soslayados sus alcances, y después porque sabidos sus autores fueron encubiertos, todo en un mar de palabrería vana donde los términos indignación e inaceptable suenan tan falsos como el rostro de Peña Nieto cuando los pronuncia. Sin la obligada fuerza y a destiempo, y sólo cuando el amo del universo hizo un alto en su oficio de exterminar palestinos, sirios e iraquíes, y lo amonestó diciéndole que ante la reprochable fuga de seguridad que comportaba la revelación de la masacre, había que decirle al pueblo, enfatizando con el gesto y las manos, que matar gente era indignante e inaceptable. Es lo que exigen las formas internacionales para ser presentable ante la comunidad de naciones. Para no ser “estado canalla”.
México tiene la historia prehispánica y moderna más rica y apasionante de toda América. Baste saber que casi todo lo que concierne a la portentosa Teotihuacán se hunde en un misterio de muchos siglos antes de la saga conocida de la conquista de México. Y que las artes, la literatura y la riqueza cultural heredada son de las más fulgurantes del mundo. Con una terrible paradoja: allí se rinde culto a la memoria prehispánica y se exalta el mestizaje, al tiempo que el Estado ha tenido como deporte nacional el asesinato de indígenas y mestizos. La noche de la desaparición de los 43 de Iguala el 23 de este septiembre de pena, la policía asesinó a seis muchachos en la represión de la protesta pacífica que protagonizaban en preparación ¿saben de qué? de otro aniversario del 2 de octubre de Tlatelolco. Y esa represión dejó además 25 heridos, uno de ellos con muerte cerebral. Y eso no habría sido noticia –no una en especial-, de no haber sido porque “México arde de furia”, porque la gente se levantó y exige que aparezcan ¡vivos, porque vivos se los llevaron!
La verdad es que los gobiernos mexicanos han tenido siempre muy claro que su enemigo son los movimiento sociales sobre todo indigenistas y estudiantiles que reclaman por sus derechos. La represión ha sido silenciosa pero sistemática y de cobertura nacional. Apenas en estas semanas por ejemplo se descubrió la masacre de 22 campesinos, muy bien guardada, cometida por los militares el pasado 30 de junio en Tlatlaya, estado México. El crimen de la Normal de Ayotzinapa tampoco fue gratuito en la lógica oficial y de los grupos criminales que instrumentaliza la fuerza pública. Ese centro ha sido considerado semillero de movimientos sociales contestatarios y de líderes revolucionarias. “Cortar por lo sano” llaman los cínicos a ese tipo de operaciones. Hernán Cortés y su capitán Pedro de Alvarado remontan los siglos y hacen de las suyas en este año de gracia de 2014.
¡Cómo será de horrendo lo de Iguala, que hasta la ONU, ella siempre tan políticamente correcta atenta esperando el guiño de Washington, lo repudió! Ella la ONU, que vio con indulgente complacencia la carnicería de más de 2.000 palestinos -600 de ellos niños, muchos apenas bebés-, estos agosto y septiembre de 2014, hoy se espanta por los 43 muchachos pobres y mestizos de la Normal de Ayotzinapa. Algo grave debe estar pasando cuando ello ocurre. Tal vez esas fosas clandestinas donde hoy yacen los que iban a ser maestros para desde allí de pronto cambiar el mundo, no resultan funcionales a los tratados de libre comercio de México con los Estados Unidos y la Unión Europea. Y quizá, es el peligro, la burocracia de la justicia internacional y de los tribunales de derechos humanos se vea precisada a exigencia de los pueblos del primer mundo, a hacer valer la cláusula protocolaria de los Tratados que dice que con gobiernos que cometen atrocidades, no se puede hacer negocios.
Alianza de Medios por la Paz
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