Circuló esta semana, a través de las redes sociales, el siguiente mensaje: “Tibisay Lucena se fugó de Venezuela en un avión privado, llevándose cincuenta millones de dólares”.
También hubo unas fotos de camiones desde los que se arrojaban cajas de votos a un basurero de Caracas. Al día siguiente se supo que la señora Lucena, rectora del Consejo Electoral de Venezuela, continuaba en su país normalmente, y en cuanto a las fotos de los camiones, alguien demostró que habían sido tomadas hace cuatro años. Propaganda negra, se llama eso. En Colombia, mientras tanto, circuló un Twitter, firmado por Francisco Santos, según el cual “en el Putumayo fueron abatidos 33 militares por parte de las Farc”. Esta “noticia” fue desmentida por el Ejército, pero además desde esa región nadie reportó un combate de esas magnitudes, que hubiera sido inocultable. Como el exvicepresidente está en una racha de inspiración, esta semana hizo instalar en las grandes ciudades unas vallas en las que pretende equiparar al negociador de las Farc, Iván Márquez, con el narcotraficante Pablo Escobar. Para él la historia y los procedimientos de la guerrilla son exactos a los de la mafia. Me pregunto hasta cuándo el promotor de estas confusiones va a seguirse beneficiando del hecho de llamarse “Pachito”, como si fuera un adolescente difícil, cuando en realidad se trata de un tipo adulto al que el país no tiene por qué acabárselo de criar a su familia.
Debe ser porque he visto muchas películas americanas de espionaje, pero me cuesta creer que la ofensiva de alarmismo psicológico en los dos países, aparentemente por razones disímiles en cada uno, no esté conectada por una intención desestabilizadora contra ambos. Más de aquí hacia allá que al contrario, pues los colombianos ahora se las dan de venezolanólogos.
Es evidente que la gran mayoría de quienes niegan, desde acá, la legitimidad de Maduro, son los mismos que intentaron desacreditar la marcha de la paz del 9 de abril en Bogotá, de la que dijeron que había contado con la presencia de “más de 30.000 personas”. Es decir, cuatro gatos. Esos magníficos matemáticos, de un viajado, hicieron un fraude informativo al desconocer la presencia en Bogotá de más de un millón de manifestantes llegados de todas partes. Esos colombianos empeñados en demeritar a Maduro —que “por carecer del carisma de Chávez”, quien les empezó a encantar después de muerto—, son también los que llevan meses tratando de lograr que los negociadores Gobierno–Farc en La Habana se levanten y dejen todo botado. Y justo cuando el fiscal Eduardo Montealegre, un científico del derecho, tercia en el debate con una jurisprudencia que acerca a la guerrilla a un acuerdo y que suscita en los militares una voluntad parecida, don Francisco se inventa esa fábula de los policías muertos (y en qué morbosa cantidad), e intenta degradar a Iván Márquez al rango de capo.
Mucho tiene que ver con ese espíritu sedicioso transnacional el hecho de que Nicolás Maduro es un garante decisivo en el proceso que podría llevarnos a la paz. Y que a Capriles le resbala ese asunto, pues sobre nuestro conflicto sigue pensando que aquí manda todavía el presidente anterior. El excandidato no tiene mucho sentido de la historia.
Esas afinidades binacionales en temas tan sensibles hacen recomendable no bajarles la guardia a las sospechas sobre complots entre minorías extremas —incluidos ciertos halcones de USA—, que traman tumbar a Maduro y dejar a la paz nuestra en estado interruptus. La moñona perfecta. Pero en todo caso nadie puede negar que los dos países se retroalimentan, quizá hoy más que nunca, ojalá para lo mejor y sin detrimento de sus respectivas soberanías.
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