El miembro vergonzante de la OTAN |
Por: Luz Marina López Espinosa.- Alianza de Medios y Periodistas por la Paz
En una de esas salidas desconcertantes e inconsultas, el presidente de Colombia Juan Manuel Santos le informa al país que ha solicitado a los Estados Unidos que Colombia sea admitida como miembro de la más poderosa y agresiva coalición militar del mundo, la Alianza del Atlántico Norte, OTAN.
Cuando los colombianos – incluidos muchos santistas y uribistas-, nos devanábamos los sesos tratando de descifrar una iniciativa que absolutamente nadie se podía tomar en serio, y esperábamos en cuestión de horas el mismo mandatario la explicara como una broma, una de esas cosas que se dicen en momentos de tensiones diplomáticas para relajar el ambiente, se pronunció el presidente sí, pero para ratificar la solicitud y dar la explicación de ella: “Debemos pensar en grande”. Y fue más allá en la razón: “No sólo queremos ser de los mejores, sino ser el mejor país del mundo”.
Y cuando los colombianos pasmados con la explicación pensábamos que si bien lo que oíamos era en efecto una ocurrencia, no era la que contábamos escuchar. Pero además, parecía dicha en serio. Y cuando los ciudadanos de este pobre suelo atónitos nos preguntábamos qué dolencia aquejaba al presidente y nos reíamos con una risa que no era de alegría sino de desconcierto, fuimos sorprendidos con la inmediata la respuesta del coloso ante cuyos pies suplicaba rendir la nación nuestro primer magistrado: “No gracias. Muchas gracias. La Alianza del Atlántico Norte es una coalición con nuestros satélites de Europa. Colombia no queda en Europa sino en Suramérica, de modo que lamentablemente no puede ser parte de la Alianza.” Sería tanto -debió aclararle ya en privado el agente imperial al anonadado presidente-, como pretender Colombia ingresar a la Unión Europea, o ser parte de los países Bálticos: Letonia, Lituania y Estonia. Y Colombia. No suena.
Y ahí sí, después de veinticuatro horas de ansiedad, de un “estrés geopolítico” que nos acuciaba, nos reímos y mucho ante el ludibrio internacional de nuestro mandatario, que pretendiendo “pensar en grande” y convertirnos en “el mejor país del mundo”, no se le ocurrió nada distinto que mediante decreto, hacernos potencia militar. Y atómica para más señas. Acto imperdonable de arribismo, indignidad y vasallaje, que comporta traición al legado de nuestros libertadores y al espíritu de concordia, solidaridad y unidad que recorre el sub continente del que somos parte. Acto vergonzoso que con toda justicia fue respondido por el obsequiado como correspondía: con un afrentoso desaire. No; muchas gracias. Y aquí recordamos imprecisamente la anécdota de Napoleón Bonaparte: un súbdito austriaco, imperio con el que el corzo a la sazón estaba en guerra –bueno, esto sobraba decirlo-, traicionando a su emperador y a su uniforme, prestó grandes servicios a Francia. Ganada la guerra, sus generales le dijeron que el austriaco al que tan caros favores le debían pedía le otorgaran la Legión de Honor. Napoleón indignado bramó que le dieran su recompensa en monedas de oro, la mayor que pudieran. Pero a un traidor a su patria, jamás una condecoración.
Sabemos desde el colegio claramente –y hasta ahí-, que la OTAN era lo que era, una alianza militar de Estados Unidos con Europa Occidental en plena guerra fría, para amenazar –o “contener”- a la Unión Soviética y a los países socialistas. Y que remontando ese quiebre de la historia que fue la desaparición del bloque socialista, ha pretendido fortalecerse más, expandirse más aún, y poner el horror de su poder nuclear a tiro de cañón de cualquier nación del mundo que no sea sumisa al imperio económico y político que hegemoniza los Estados Unidos. Es especial, Rusia, China, Siria, Corea del Norte y la joya de la corona, Irán. Así que además de los muchos reproches que en materia de unidad latinoamericana, de respeto por el legado de nuestros libertadores, de apuesta por la paz mundial y de lealtad con los nuevos aires que recorren la región le caben al intento de Juan Manuel Santos, hay que sumarle el de ser una penosa muestra de ignorancia en un tema de ciencias sociales –cátedra de bachillerato-, que no puede ignorar el presidente de ninguna nación. La OTAN es con Europa, y Colombia está en Suramérica; de modo que no puede integrar una alianza cuya membresía la determina la geografía.
La irrisión general producida por el presidente Santos con su extravagante propuesta es tan grande, que no la supera lo que sí va a ocurrir y que clandestinamente Santos maquinaba con los EE.UU: pronto se suscribirá un acuerdo por el cual Colombia se obliga a prestar los servicios y mandados que aprovechen a la poderosa alianza atómica. Y esta función servil sí la puede desempeñar cualquier país sea cual sea el lugar que ocupe en la esfera. Ello no incide para inclinarse ante el poderoso. El territorio más recóndito del mundo, el más paupérrimo, siempre podrá ser útil a los designios de otro de destruir naciones, pueblos y culturas a fin de someterlas y apoderarse de sus riquezas. Así que el honor de los “Acuerdos” que le permitirá firmar la OTAN como premio de consolidación a la ilusión fugaz de ser potencia, no es mucho tampoco.
Se podrían escribir muchos tomos -y de hecho sí que se han escrito-, sobre la proverbial indignidad de los gobernantes colombianos frente a la potencia del Norte. Si bien en los discursos gustan a veces de hacer citas del Padre Bolívar –notoriamente cada vez menos no sea los acusen de ser émulos del presidente Chávez-, jamás han mencionado o siquiera reconocido que han escuchado la más visionaria que produjo su genio:
“Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para sembrar las Américas de miseria en nombre de la libertad.”
Tomos enteros decíamos. Y es que la historia es larga y cubre la parábola de nuestra vida republicana. Acentuada esa indignidad desde cuando hubo grandes intereses económicos, además de los geopolíticos que siempre han estado ahí, como que un erudito presidente de inicios del siglo XX acuñó el latinajo “Respice Polum” para definir nuestra política exterior, girar en torno a los Estados Unidos-. Desde que hubo grandes intereses económicos la situación se acentuó. El primero de ellos el petróleo. Y habiéndose dado que en esos mismos comienzos del siglo XX se descubrieron grandes yacimientos en la región del Catatumbo en Norte de Santander y en Barrancabermeja, causa dolor de patria ver con qué desprecio y voz de mando los presidentes de los Estados Unidos le hablaban a los de Colombia de la época, Pedro Nel Ospina, Marco Fidel Suárez, Miguel Abadía Méndez, Enrique Olaya Herrera, para que firmaran sin rechistar los documentos que aseguraban la propiedad de las petroleras norteamericanas –la famosa Tropical Oil Company-, no sólo sobre el suelo, sino sobre el subsuelo patrio. Con los consiguientes derechos de explotación a perpetuidad del hidrocarburo a cambio de míseras regalías. Y es una pena ver a nuestros mandatarios, sumisos y complacientes, profiriendo sólo palabras de acatamiento a la orden del extranjero, preocupados de no desagradarlos, otorgando toda clase de seguridades de que jamás se desconocerían los derechos de sus compañías.
Después, legendaria es, la masacre de las bananeras de 1928, “cuadrilla de facinerosos” decreto de un oscuro general del ejército sobre los obreros de la United Fruit Company –hoy Chiquita Brand-, enclave norteamericano en la zona de Ciénega –Magdalena-, sólo porque los trabajadores de la patria se habían lanzado a la huelga contra el despotismo y la inhumana explotación a las que los sometía el patrón extranjero. Decreto como facinerosos del general Carlos Cortés Vargas que precedió la carga de fusilería sobre miles de obreros, matando a cientos de ellos y dejando a muchos más heridos y mutilados en un episodio que la historia oficial como cualquier guerra de Vietnam ha ido desapareciendo, borrando de sus libros y relatos, y que ya muchos piensan fue ficción.
Después vino –cada acto más penoso que el anterior-, el sainete de la presencia de Colombia con su inmarcesible “Batallón Colombia” en la conjura de los EE.UU. excusado en la ONU para matar coreanos, para destruir el país que más bombas ha recibido en la historia y someterlo. Y si no era posible dominarlo, entonces dividirlo, desconociendo la cultura, idioma, religión e historia comunes a ese territorio. Y allá estuvo Colombia, fiel a los mandatos “superiores” matando coreanos “en nombre de la libertad”. Y desde luego, Estados Unidos expidió la correspondiente constancia de que sus soldados “fueron los más valientes”. Aún hoy algún sobreviviente de esa “gesta”, desfila los días patrios y aparece en la televisión reclamando que Colombia tiene olvidados a sus héroes, que no les ha reconocido sus sacrificios por la patria. La patria norteamericana habría que acotarles.
Ese Batallón Colombia, sea el caso recordarlo, fue el mismo que a poco de regresar de Corea realizó la masacre de estudiantes del 8 y 9 de junio de 1954 en Bogotá cuando protestaban contra el gobierno militar de la época.
Después vino la alineación incondicional de Colombia con los EE.UU. en contra de la Cuba revolucionaria que había derrocado una brutal dictadura al servicio y prohijada por esa nación; la ruptura de relaciones diplomáticas y comerciales y su apoyo al infame bloqueo. Amparado nuestro país además en que era la política de la OEA, como si le fuera ajeno que ese foro no era otra cosa que el Ministerio de Colonias de los EE.UU. como bien lo caracterizó Fidel.
Y vienen muchos después. Como reivindicar orgullosos nuestros presidentes que sus militares fueron los mejores y más condecorados (!!!) alumnos de la Escuela de las Américas, a la que cambiaron de nombre cuando se hizo insostenible negar que la tal era una escuela sí pero de torturadores y dictadores. Por allí pasaron “formándose” al lado de los orgullosos oficiales colombianos, Strossner, Somoza, Ríos Mont, Pinochet, Romero Lucas, Videla, Barrientos, en fin…
Y también la guerra de Las Malvinas, justa reivindicación argentina acompañada por América Latina, en la cual brilló el estado colombiano como “Caín de América” formando adivinen en favor de quién, por orden de quién.
Y claro, como no vamos a hacer un tratado de historia ni a agotar un tema sino sólo esbozar la continuidad histórica de una política proditoria de la patria y de América Latina, aterrizamos en este 2013 del presidente colombiano Juan Manuel Santos, el mismo, mismísimo en el que durante su paso por el despótico gobierno de Álvaro Uribe Vélez como ministro de defensa, el ejército cometió un número superior a 2.000 asesinatos contra civiles inocentes, “terroristas dados de baja en combate” que reportara un ministro exultante. Ministro mismo -se lo hubo de enrostrar en estos días el propio Uribe Vélez-, encargado de “negociar” con los EE.UU. la instalación de siete bases militares en nuestro territorio, para que esa nación tuviera al alcance de su espantable poder militar, cualquier contingencia que se pudiera presentar con una Venezuela peligrosamente díscola, una Cuba siempre enemiga, una Nicaragua liberada, unos Ecuador y Bolivia que se rebelaban, o en cualquier territorio del África hasta donde tendrían alcance los aviones y armas a instalarse en esas bases. En fin...
Y ese episodio de las bases militares en momentos en que América Latina emprendía caminos de unidad, solidaridad y autonomía frente a las políticas económicas e internacionales de EE. UU., fueron vistas en la región como una felonía, verdadera traición a dicho proceso. La Corte Constitucional del país a su vez y ya con relación a nuestra Carta Política, fulminó el engendro que la desconocía al no haber sido tramitado ese Acuerdo por el Congreso ni revisado por esa Corte.
No es de extrañarse entonces, dados esos antecedentes de la clase dominante colombiana y en particular de nuestro actual presidente, que la forma como conciben “integrarse al mundo” y “colaborar con la comunidad internacional”, sea esa torpe pretensión de “integrase a la OTAN”.
Colombia nueva potencia militar mundial. ¡Ténganse de atrás nuestros vecinos” como dicen coloquialmente las buenas gentes para alertar sobre un peligro que se cierne sobre alguno.
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